Por Hans Guthrie Solís.
Abogado, Licenciado en Ciencias Jurídicas por la Universidad Arturo Prat, Magíster en Derecho de la Empresa, mención en Derecho Tributario, por la Universidad del Desarrollo, Máster en Derecho, Empresa y Justicia por la Universidad de Valencia. Profesor de Derecho Económico de la Universidad Arturo Prat.

 

Nadie ha quedado indiferente ante el fallo del Tribunal Constitucional (TC) pronunciado sobre el proyecto de ley que fortalecía al Servicio Nacional del Consumidor (Sernac). Si bien fue declarada la inconstitucionalidad de una serie de preceptos, las más controversiales fueron las concernientes a la facultad de sancionar a los proveedores y la de generar normativa sectorial, quedando truncado el sueño de convertir al Servicio en un “león con dientes” como fuera previamente concebido.

Cuando el Tribunal Constitucional, feblemente intentó justificar la sustracción de potestades conferidas al Sernac, hizo notar la distinción entre la regulación de mercados específicos, con la regulación tendiente a dar protección a los consumidores. Particularmente, en el considerando trigésimo cuarto, cuando reflexiona que existen otros “ámbitos del orden público económico” en los que se intenta “cautelar la observancia de alguna legislación especializada y distintas a la contratación general regida por los códigos Civil y de Comercio, a objeto de asegurar la regularidad y continuidad de determinados servicios de utilidad pública”, concluyendo que por esa razón podría “ameritar una regulación diferenciada”. Lleva razón la doctrina especializada cuando ha visto en esta afirmación una mirada anticuada.

La faz amplia de la actual noción de regulación[1] no se encuentra limitada a la ordenación de ciertos mercados específicos, sino que a cualquier manifestación de complementariedad entre el Estado y el mercado, con mayor razón cuando detrás se encuentra el interés general de la población. Sin duda que existen diferencias funcionales del Sernac con los reguladores sectoriales, pero desde la mirada institucional no debiesen existir. En uno u otro caso será válido el otorgamiento de amplias potestades (como la normativa y sancionatoria), el tema pasa porque dicha validez exige la existencia de garantías de independencia, objetividad e imparcialidad del órgano regulador. Esta lógica es la sostenida por la prevención del Ministerio Juan José Romero, al afirmar en su punto diez que “la forma como está diseñado en aspectos organizacionales internos” el ente administrativo, es del todo relevante.

Luego del fallo, tan rápido como fluye hoy en día la información, han aparecido una serie de variopintas opiniones procedentes tanto desde la academia como desde los directamente interesados. Se han planteado justificadas afirmaciones en cuanto a que estaríamos en presencia de un “retroceso en la protección al consumidor” y bajo esa misma lid ha sido declarada explícitamente “la muerte del Derecho Administrativo Sancionador”. Lo anterior, por lo demás, se ve acrecentado por un fundado temor de la doctrina especializada, en razón de lo previamente resuelto por el TC en cuanto al proyecto que entregaba mayores potestades a la Dirección General de Aguas, lo que evidenciaría un aparente y polémico cambio de criterio.

Dentro de esa naciente literatura uno de los argumentos más recurrido es aquel que confronta las potestades poseídas por algunos reguladores sectoriales, con aquellas que le han sido negadas al organismo de protección al consumidor. En esa lógica comparativa se ha recurrido al parangón con las superintendencias, esos vetustos organismos reguladores tan característicos en la década de los 80[2]. Las superintendencias han sido los reguladores sectoriales por excelencia. Erigidos como organismos unipersonales su dirección fue encomendada a un superintendente, generalmente designado por el Presidente de la República y de su exclusiva confianza. Estos órganos, encargados de supervigilar mercados específicos, fueron dotados de amplias facultades tales como la fiscalizadora, la normativa y también la sancionatoria. Además, según sus leyes orgánicas, han sido concebidos como entes autónomos, cualidad institucional que en la práctica dista de ser una independencia -teóricamente- plena. Claro, la consideración de la época y las condiciones socioeconómicas en la que surgieron es del todo relevante, el foco no se encontraba puesto tanto en la independencia, como en la sana y reposada transición hacia la apertura del mercado. ¿A esa naturaleza de organismos es que se pretendía el Sernac se acercara?

Lo cierto es que las superintendencias han quedado obsoletas, no en su rol, que sigue siendo de una relevancia inmensa, ni tampoco en sus amplias y disruptivas potestades, que son necesarias y complementarias al buen funcionamiento del mercado. Pero sí en su institucionalidad. La unipersonalidad debe variar hacia una “complejidad organizativa[3] que favorezca la reflexión y dé mayor legitimidad a cada una de sus decisiones. La autonomía declarada debe rotar hacia la independencia subjetiva y ésta no tan solo en cuanto al nombramiento de quienes las presidan, sino que al establecimiento expreso de causales de remoción, junto con regímenes post empleo. Fomentar la “autonomía del poder político[4] es clave.

Tal vez por su corta edad, y como símbolo en la comparación, aparece la Comisión para el Mercado Financiero. El reluciente regulador, creado para supervigilar de manera integrada los mercados de créditos, valores y seguros, ha sido dotado de una serie de modernas y renovadas potestades, tales como la sancionatoria y la normativa. Justamente ambas le fueron restadas al SERNAC. Se trata de un órgano colegiado, dirigido por un consejo conformado por cinco miembros designados mancomunadamente por el ejecutivo y el legislativo, encontrándose sujetos a causales expresas de remoción. La lentitud burocrática que podría traer aparejada la colegiatura fue morigerada por la determinación de un presidente de Comisión, a quien se le han delegado aquellas gestiones que requieran mayor celeridad. Se ha creado una Unidad de Investigación “responsable de la instrucción de un procedimiento sancionatorio” a cargo de un funcionario denominado fiscal, que será resuelto por el Consejo. Asimismo, se han establecido una serie de derechos a cobro, que contribuyen a la independencia financiera da la institución.

En ese sentido, la Comisión Para el Mercado Financiero tal vez sea el modelo orgánico que deba recoger el Estado al momento de configurar su despliegue en la economía. Las amplias garantías de independencia con las que ha sido dotada, respaldan el otorgamiento de facultades válidamente hurtadas al judicial y al legislativo. En este sentido, lleva razón la doctrina a la que hice referencia cuando afirma que la noción de regulación ha variado en las últimas décadas y que el fallo del TC es retrógrado, ya que la concesión de amplias potestades a los reguladores es hace bastante tiempo validada, independiente de la especialidad del mercado regulado, y es sin duda la actual modalidad que tiene el Estado para desplegarse sobre la economía.

A fuego tendremos que comprender que la modernización del Estado no debe pretenderse sólo en cuanto a lo sustantivo de la protección al consumidor -y de cualquier otra regulación social y o económica- ni tampoco circunscribirla exclusivamente a las facultades de las que pueda verse revestida la Administración. La modernización del Estado es una noción compleja y mayúscula que exige la implantación de un proceso de cambios, que conlleva entre sus prioridades la modificación en la configuración orgánica que toma el Estado para desplegarse sobre los particulares. Pareciera ser este un camino correcto y ha sido esa la concepción que tuvo el legislador al abordar la Comisión para el Mercado Financiero. ¿Es necesario fortalecer la política de protección al consumidor? Absolutamente. El león necesita de esos dientes, pero también requiere una complexión firme y sólida.


[1] Véase Marmolejo González, C.: Elementos de Derecho y Regulación Económica, EDEVAL, Valparaíso, 2015, p. 77 y ss. y Ferrada Bórquez, J. C.: Los órganos reguladores en el ordenamiento jurídico chileno: institucionalidad y transparencia, X Congreso Internacional de CLAD sobre la Reforma del Estado y de la Administración Pública, Santiago, 2005, p. 3.

[2] Camacho Cepeda, G.: “La actividad sustancial de la Administración del Estado”, en Pantoja Bauzá, R. (coord.): Tratado de Derecho Administrativo, Legal Publishing, Santiago, Tomo IV, 2010, pp. 149-151.

[3] Betancor Rodríguez, A.: Regulación: mito y derecho. Desmontando el mito para controlar la intervención de los reguladores económicos, Civitas, Cizur Menor (navarra), 2010, p. 361.

[4] García García, J.F.: “¿Inflación de superintendencias? Un diagnóstico crítico desde el derecho regulatorio”, Revista Actualidad Jurídica, n° 19, p. 330.